La imaginación siempre ha sido para mi un muro y al mismo tiempo un refugio. Un muro porque me ha ayudado a discernir entre realidad y fantasía, aunque sean conceptos que realmente son más útiles para sobrellevar el día a día que el reflejo de dos mundos diferenciados. Es decir, la barrera es nuestra y puesta ahí como marca o recordatorio. Nada más.
Y, en cuanto a la consideración como refugio, es vital esa vertiente. Porque adentrarme en la fértil selva de la imaginación siempre me ha ayudado a soportar mejor aspectos de la realidad que me afectan y no puedo controlar. Todo aquello que no me gusta parece quedar atrás, al menos durante el tiempo en que me sumerjo en ensoñaciones, espejismos, ilusiones, utopías y quimeras.
¡Qué atolondradamente feliz me siento en el momento en que mi mente vuela! Son como drogas naturales, cataplasmas que me pongo encima antes de que se disuelva mi caparazón de quitina. No sé si vivo, duermo, alucino o sueño. Pero sí sé que lo necesito por encima de todo, porque es un destello que durante unos momentos ciega ante mis ojos lo peor del Mundo. Es una fuente que espero que nunca se seque. Es al mismo tiempo fuego y agua, intenta imaginarlo.
«El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo». Gustavo Adolfo Bécquer, poeta del siglo XIX.