Barco de rejilla

Para un gitano, quien no es gitano es ‘payo’; para un judío, quien no es judío es ‘gentil’ y, en Mallorca, para alguna gente, quien no es mallorquín es ‘foraster’. Mucho se ha hablado del racismo y la xenofobia de los grupos étnicos mayoritarios hacia los minoritarios, pero se plantea pocas veces por qué a esas minorías les cuesta tanto integrarse a pesar de que pasen los siglos.

Si estás pensando que soy racista, yo te digo que, en primer lugar ni siquiera sé cuál es mi raza. Sí, sé que soy blanco porque muy oscuro no soy y porque no voy nunca a la playa. Pero nada más. De hecho, para un alemán o un nórdico, el más ‘blanquito’ de los habitantes de la isla es al menos un poco tostado. Por eso, siempre me pregunto cómo es que alguna gente sabe a qué grupo étnico pertenece si se supone que aquí debería estar todo el mundo integrado, yo no tengo ni idea de mi origen más allá de un par de generaciones atrás, igual soy inuit (esquimal), o sioux, o incluso pigmeo, aunque mido casi 1,90m. ¡A saber!

Pero, el color de la piel no lo es todo, sólo es lo primero que se ve. Y, de hecho, no siempre manda el ADN cuando queremos subrayar lo diferentes y exclusivos que somos. Están las costumbres, la cultura, la religión y, cuando se quiere abundar en las diferencias y no en las semejanzas, hasta se llega a esgrimir un vehículo de comunicación e intercambio tan básico y elemental como la lengua, aunque no te lo puedas creer. Ya no se usa para entenderse y aproximarse, sino que es un factor diferencial. Y, no importa si otras lenguas de alrededor se parecen un güevo, porque vienen de la misma raíz.

Últimamente, hasta se ha ironizado con el requisito de acreditar un número de apellidos identificables con una determinada identidad étnica para pertenecer a ciertos partidos políticos. Incluso se ha apuntado al Rh (una proteína heredada que se encuentra en la superficie de los glóbulos rojos de la sangre) como factor diferencial irrefutable. Al final, si se busca aunque sea al microscopio, la diferencia aparece.

Llegan los ‘forasters’

En Mallorca tal vez ahora no se emplea tanto esa expresión de ‘forasters’, porque han corrido los años y ha venido mucha gente de todas partes, con dinero o sin él, que eso sí que marca diferencias sociales. Y, quienes eran así llamados en tono despectivo, los peninsulares emigrados desde áreas no catalanas y, más tarde, nosotros, sus hijos, hemos pasado a segundo plano.

Ahora somos casi mallorquines, sólo tenemos que pulir nuestro acento -porque sacarse el Nivel C basta para las administraciones pero no para el día a día- para ser ‘uno más’ en esta suerte de paraíso soñado. Ahora, los ‘forasterets’ estamos casi integrados, ya no se pide en alto delante de nuestras narices -como juro que me ha pasado- que nos manden de vuelta en un ‘barco de rejilla’.

Porque, además de que nos largásemos querían que nos ahogásemos por el camino, esa era la triste metáfora, a veces trasladada a vetustas paredes en forma de pintada. Ahora son las pateras que vienen desde el Norte de África las que se hunden, y mueren inmigrantes a miles cada año en el Mediterráneo, ese mar al que cantó Serrat: “Ay, si un día para mi mal / Viene a buscarme la parca / Empujad al mar mi barca / Con un levante otoñal / Y dejad que el temporal / Desguace sus alas blancas / Y a mí enterradme sin duelo / Entre la playa y el cielo”.

Sepultura medirránea

Con un viento de levante otoñal y la barca desfondada, nos deseaban una muerte horrible pero al menos rápida. Pedían cobardemente que el Mediterráneo, que en Mallorca condiciona todos los aspectos de nuestras vidas, se ocupara de eliminar a los ‘forasters’ y sus crías, porque quienes tan buenos deseos albergaban no querían ensuciarse las manos. Tal vez no hubiesen soportado que les llamasen asesinos racistas, pero no hay que sentir pánico semántico, eso serían. Claro, era mejor que nos muriésemos nosotros solos sin saber nadar.

A lo mejor pensaban que debíamos irnos porque nadie nos había llamado, aunque mi padre siempre me contaba que los empresarios mallorquines acudían al muelle de Porto Pi cuando llegaban los ferrys de Trasmediterránea y, gritando y agitando los brazos, reclamaban camareros que explotar en sus recién abiertos hoteles y restaurantes. Ellos ganaban fortunas y los ‘forasters’ sueldos rascados y las propinas que pudiesen pillar. Eran los años 60 y se había empezado a alimentar el tamagotchi del turismo, al principio una alternativa en una isla con una economía en la que estaban bien representadas la agricultura, la ganadería, la pesca, la industria (piel, calzado, marroquinería, telas, vidrio, madera, etc.) y el comercio… Pero, más tarde el turismo se lo comió todo y lo es todo.

Y los ‘forasters’ se asentaron y se reprodujeron como liendres, porque parecía un lugar más prometedor que su propia tierra, donde había paro y en algunos casos hasta miseria. En la siguiente generación vinieron muchas gentes de aquí y de allá, ‘inmigrantes’ les llamaban, y decían que había que acogerles bien e integrarles. Para muchos, que lo habían sido, era la primera vez que escuchaban eso. Y a los ‘guiris’, que no daba tiempo a cogerles mucha manía porque eran aves de paso, también había que recibirles con una amplia sonrisa. A todos, no importaba cuántos millones viniesen y si se agarrotaban los mofletes de esbozar ese rictus de simpatía aparente.

…Porque traían dinero i els doblers xerren totes ses llengos.

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