Cuando en 1981 Ronald Reagan llegó a la presidencia de EE.UU. adoptó una nueva forma de combatir a los soviéticos y, al mismo tiempo, beneficiar al Complejo Militar-Industrial: las tropas permanecerían ‘oficalmente’ en casa. A cambio, se armarían y entrenarían guerrillas antisoviéticas en Asia, África y Latinomérica.
Esta nueva doctrina, que de hecho había iniciado unos años antes Henry Kissinger -tras la mala imagen que supuso la derrota en Vietnam-, propició entre otras cosas que la URSS perdiera la guerra de Afganistan, porque EE.UU. armó a los muyahidines y les reforzó con 35.000 nuevos yihadistas internacionales reclutados por la CIA. El más famoso de ellos, Osama Bin Laden.
Los muyahidines afganos hicieron lo mismo que muchos otros grupos guerrilleros armados y entrenados por las principales potencias mundiales, aprovecharon la situación de caos en su país para enriquecerse con el comercio ilegal.

Y lo hicieron comerciando con opio, que llegaba a Occidente en forma de heroína -recordemos lo extendida que estaba la heroinomanía en los años ’80-, y con el tráfico de órganos, que procedían de sus víctimas. Todo esto lo han continuado haciendo hasta nuestros días, en la guerra civil que siguió a la retirada soviética y en los conflictos del Siglo XXI.
Durante los años en que se extendió la Doctrina Reagan, en todos los países que se vieron afectados se mezcló la política de bloques (capitalista vs. soviético) con extremismos locales. Así, en el caso de Afganistan, muchos de los objetivos de los muyahidines nada tenían que ver con combatir a las fuerzas invasoras de la URSS.
Además de múltiples violaciones de los derechos humanos, crímenes de guerra y otras atrocidades, los yihadistas armados y entrenados por la CIA fueron responsables de la destrucción en aquel país asiático de casi 2.000 escuelas, 31 hospitales, numerosas fábricas y centrales eléctricas, 41.000 kilómetros de líneas de comunicación y del saqueo de 906 cooperativas.

La mayoría de jefes muyahidines utilizaban el dinero de la CIA para recompensar a sus combatientes, la cantidad que recibían dependía del tipo de víctima que obtuvieran.
Según sus tarifas, matar un soldado enemigo se recompensaba con $250; matar un maestro de escuela con $750; matar un clérigo no-extremista con $2.500; matar una mujer que no usara el burka con $10.000; derribar un avión civil con $25.000 y uno militar con $30.000.