Nunca he sido la persona extremadamente ordenada que alguna vez he imaginado. El problema es que nuestro mundo, del modo en que se comporta, no me ayuda a conseguir la plena rectitud. Hay demasiadas distorsiones, objetos repetidos, mal catalogados, caminos que se cortan abruptamente; hay ganchos estirados y clavos rizados. Hay palabras interrumpidas y dichas a destiempo.
Mis manos tocan al cabo del día demasiados objetos a los que nunca podría encontrar una utilidad, aunque fueron vendidos como de primera necesidad. Me rodean grandes cadenas de aminoácidos mal colocados, retorcidos imaginativamente. Las líneas de las superficies están mal trazadas y no las puedo continuar, me falta sabiduría para descubrir las juntas entre las piezas de un magnífico puzzle irracional.
Sueño con un último despertar en el orden más absoluto, todo a mi alrededor desfilando marcialmente: mismo tamaño, paso apretado, ímpetu renovado, todo sincronizado por tambores. ¡Qué comodidad la medida precisa, la recta finita y el peso calculado! Entonces la ciencia exacta me seduce, es atractivo pensar que todo encuentra su sitio y momento.
Otras veces me veo tranquilo inmerso en el caos, que es donde son más difíciles de templar los nervios. Y esa calma paradógicamente me ayuda a concentrarme, a ordenar mis pensamientos. Y siempre me sobran algunos, ideas que no sé dónde poner, y esas son sin duda las semillas del próximo desorden.